CANI-GOOOOOOOOOOOL.

 Mundial '90. Italia. Tenía 8 años.  Me envolvía la música que aún resonaba en italiano con la mítica canción de aquel mundial. En el living de la casa de mis abuelos, estaban ellos, y mi mamá en la cocina. La cara de mi abuelo y su gesto fruncido me decían que el partido nos estaba yendo de pestes; claro, yo no llegaba a sufrir las embestidas de Brasil, ni el "baile" que, con el tiempo, supe le estaban dando a nuestro seleccionado, por esa falta de comprensión, futbolística en este caso, que nos bendice hasta la primera infancia. Me la pasaba tranquila, hipnotizada por la pantalla, donde camisetas amarrillas y la suprema celeste y blanca, se desplazaban tramando una jugada que pudiera luego descubrirse histórica, lo cual, en ese marco ya podía presentir vibrante. La pelota tocada por ese tal Maradona, el mega ídolo Diego Armando, del que tanto había oído repetir, como un mantra de todo aquello y cualquier cosa, que el fútbol y la camiseta, la de los colores de nuestra bandera, pudieran llegar a significar. De pronto, vi que esa pelota rodaba hasta los pies del esbelto pelilargo, que se movía con un vértigo elegante hacia el arco, y dejaba de lado al arquero rival, vencido en el césped. La red en un instante a su merced, ta-ta-ta-ta...!!! Vino el gol, y creo que mi abuelo no podía creerlo. Esa incredulidad en su rostro, rebosante de alegría y sorprendido, daba también la pauta del tamaño de la hazaña, de la magnitud deportiva del evento de gol. El relato del locutor estallaba. En ese mismo segundo, sólo recuerdo que, desde donde me encontraba mirando, sentada en el piso, siempre lustradísimo del living de mi abuela, giré y giré como un trompo, asistida por mis manos y brazos. No puedo saber de dónde habría copiado ese movimiento de festejo, que causó la gracia del momento, y se grabó con tinta indeleble, en la memoria de gol y su metáfora infinita.